Ni beata, ni monja, ni esposa
- Diana María Giraldo
- hace 7 días
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Soy hija de zapatero, nieta de los arrieros que cruzaron las montañas de suroeste antioqueño y que fundaron San José. Nací en medio del Valle del Risaralda y el Valle del Cauca. Crecí alimentada por fríjoles, colada de plátano verde y arepas. Desde niña fui subversiva y rebelde, luche contra la pobreza y la violencia de los años cuarenta. Ayudé a criar a mis ocho hermanitos, pero el Padre Peláez insistía que había que educar a los hijos, así me consiguió un internado y me fui a estudiar a Rionegro.
El Valle de San Nicolás fue el que me vio crecer, y en las aguas del río negro, bañe mi cuerpo de adolescente. En las heladas noches del Oriente soñé con amores eternos. Anhelaba ser feliz, próspera, libre. Pero todo eso me fue esquivo. Las familias con estatus, tenían una monja o un sacerdote en su historia. Vocación para las mujeres: casada, monja o beata. Intenté probar con la segunda. Del internado, me fui al convento de Medellín; fracasé. La Madre superiora me encontró bailando aquel bolero precioso “Cataclismo” de María Elena Sandoval “Desesperada, presintiendo tu partida me imagino que te has ido para ver la reacción que sufriremos cuando estemos separados y tú pienses en mis besos y yo añore tu calor” Me pusieron de patitas en la calle Juan del Corral, con cabello corto, despojada de la belleza y dignidad de mi larga cabellera de india Emberá.
No fui esposa y menos beata. Me rejunté con un hombre, lo amé con pasión, con la furia de un volcán. Tuvimos seis hijos, lo hubiera amado hasta la muerte, pero era infiel como buen hombre paisa que se respete. La esposa para mostrar en sociedad, moza para pasarla bien, y todas las demás para cuando se ofrezca. Hablo desde mi dolor, desde mis desengaños.
Fui cantante de música popular, pasillos, guascas, tangos, bambucos y carrilera. Tuve mi grupo musical y mi voz señorial se escuchó en muchos lugares.
Me fui a vivir a los Estados Unidos, conocí la gran Manzana y a pesar de las amonestaciones de mis viejos; me di a la tarea de conocer Nueva York. Visité el estado de Texas y de la Florida. Atravesé la frontera y también estuve en territorio canadiense. Para mí lo mejor de vivir allí, siempre fue tomar un avión de regreso, viajar con Avianca y ser recibida por las azafatas con sus ruanas rojas, y en el fondo la cumbia de mi corazón “Colombia tierra querida himno de fe y armonía” de Lucho Bermúdez.
Cuando cumplí setenta y seis años me descubrieron cáncer de mama. Fueron cuatro años lentos de despedirme de la vida. Mi linda hija, se fue a vivir a Rionegro y me llevó con ella. Regresé al lugar donde tejí mis sueños, donde aprendí a bordar, leer, escribir, cantar; allí volví para morir. Un veinticinco de octubre me acosté en la cama, y permanecí así en posición horizontal, me quedé observando el techo de madera, mirando por la ventana las azulinas y los tréboles rojos, escuchando los pajaritos.
Poco a poco me fui apagando. Morí el trece de diciembre. No quise que mi cuerpo fuera cremado, quería que la tierra me abrazara y me fui finalmente a descansar en el Valle de Aburrá. En un campo de paz rodeada de árboles, flores, ardillas y pájaros reposan mis restos mortales. Esta es la historia de mi vida. Así voy siendo el olvido que todos seremos.

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