Era una mañana fría. Iba en el transporte público. Inmersa en sus pensamientos, en sus tristezas. Pensaba en la situación económica, en sus hijos, en su esposo. En sus oraciones no contestadas. Pensaba en la pobreza por la que atravesaban. ¡Los recursos eran tan limitados!
Pensaba en la institución donde trabajaba. Las instalaciones físicas y las directivas eran pobres, tanto que debían llamar a cada miembro de la junta con los términos de “doctor” aun sin serlo. Los salarios eran tan malos, que todo el equipo de trabajo estaba siempre en busca de mejores oportunidades. Era un escampadero, para la mayoría de los empleados.
Esa mañana ella pensaba en todo lo adverso que era su vida, en lo oscuro del paisaje, en la imposibilidad para llevar los proyectos adelante. Iba mirando por la ventana del bus, oraba y lloraba limpiando las lágrimas con discreción.
Mientras oraba, le reclamaba a Dios: “A ti no te importa nada de mí, no te interesa mi familia, ni mi esposo, ni mis hijos, ni nada de lo que nos pasa ahora”. Ese era su pensamiento. Se sentía sola.
En ese momento, pasaba por la glorieta de San Juan. Y ella vio por la ventana del bus, una gran valla que decía “Tu vida me importa”.
Ella se rio, entendió que en sus oraciones tenía a un interlocutor atento y muy interesado en sus asuntos. Era suficiente, saber que a Él si le importaba su vida, y tenía una respuesta para ella, para los suyos.
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