Eva era inteligente y fuerte. No tenía muchas amistades pero las que tenían, más su familia, llenaban su agenda. Era la mayor de los hijos y la primera nieta mujer que llegaba después de una generación de solo hombres.
Era una mujer bastante madura –emocionalmente– para los veintitantos años que tenía. Buena conversadora y buena escucha. Por eso familia y amigas se le acercaban para contarle los problemas que mantenían, de generación en generación, sin resolver; sólo crecían con el paso del tiempo y las personas.
Ella decía: “parece que tuviera un letrero que dice ‘escucho y no hablo’”. Se sentía importante y capaz de escuchar historias, problemas, y recibir cargas emocionales sin que se afectara mucho.
Con el tiempo Eva se dio cuenta que no se escucha gratis: que al tener un oído y un corazón dispuesto a escuchar, se paga un precio. Aprendió entonces que al escuchar –acto de amor– cada historia y problema que le llegaba, debía concederle a su cuerpo y a su alma tiempos de quietud, soledad y descanso. De no ser así, este negocio –nada lucrativo– fracasaría por completo
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