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Pachito, un hombre de pocas palabras

Foto del escritor: Diana María GiraldoDiana María Giraldo

Actualizado: 28 may 2024

No estaría completa esta historia de mi abuelo si dejara de lado la capacidad de Don Francisco para la comunicación verbal.


Decía la abuela y mi mamá que, en San José, los amigos le hacían corrillo a Pachito para escucharle las anécdotas y chistes que solía narrar y que terminaban con qué carcajadas de parte de los oyentes. Y no dudo de esto, porque también yo lo viví. Lo recuerdo sentado en la sala, o en el andén de la casa, conversando con los vecinos y riéndose de sus anécdotas, que por cierto eran muchas.


Sabía ser generoso y abundante con las palabras. Así como narraba un cuento, también podía extenderse, y de qué manera, cuando de echar cantaleta se trataba. Mi mamá en su libro “Relatos de infancia” cuenta como el abuelo la tuvo por dos horas parada, explicándole que no tenía plata para un cuaderno y que estaba más "pelao que sobaco de rana".


En mi adolescencia, yo también estuve parada frente a él, escuchando todo un sermón. El asunto fue porque me enamoré de unas botas fucsias, esto fue amor a primera vista. Por todos los medios yo las quería, y empecé a acosar a mi papá para que me las comprara. El abuelo, con ojos de águila, mirando desde lejos la escena, empezó a preparar su discurso. Mi papá complaciente me las regaló, acordando pagarlas por cuotas, ya que la situación económica era bastante apretada. Don Francisco tenía ya todos los elementos necesarios para la exhortación.


Una mañana, mientras yo organizaba la cocina, mi abuelo se paró junto a la puerta y comenzó: “Los hijos de hoy son muy desconsiderados con sus padres, no ven las luchas de ellos y todo el sacrificio que tienen que hacer para cumplir con las necesidades de los hijos… Y claro, a los hijos lo que les importa es que les den gusto, que les compren las cosas como sea…” Y yo lavando los platos, y escuchando. Yo secando los platos, y escuchando. Yo guardando los platos, y escuchando. Yo parada y de brazos cruzados, habiendo terminado la tarea; y escuchando. Yo sin hacer nada, y escuchando. No sé cuanto tiempo estuve de pie, pero me uno a mi mamá en creer que frente a tal ráfaga de palabras y regaños, se perdía la noción del tiempo y anhelaba que la tierra se abriera. No recuerdo el fin de este momento, ni cómo logré salir de la cocina. El caso es que la cantaleta no tuvo su efecto, mi papá se endeudó y yo me quede con mis botas fucsias.


Pero no todo era cantaleta. Me veo de niña, otra vez a su lado en la cama. Él contándome las fábulas de Esopo, y recuerdo nuestra  emoción al escuchar la carrera de la liebre y la tortuga. Mi abuelo se reía narrando como dormía la liebre confiadamente, mientras la tortuga pasaba a su lado y se acercaba a la meta.  Esos cuentos eran corticos y yo feliz insistía que me contara más.


Sin embargo, también tenía momentos de silencio. Me imagino yo que eran silencios forzosos debido a los llamados de atención que le hacía mi abuela: “Deje esa cantaleta mijo, se hace coger fastidio de la gente”. Y él resignado se callaba por momentos, hasta que cualquier otra situación le encendiera la mecha.


Una de sus expresiones más geniales era “asiiiií”. Entonces le servían unos frijoles bien ricos con chicharrón que para todos estaban deliciosos, y el abuelo no se gastaba en halagar, felicitar, celebrar, echar flores a nada ni a nadie. Papito, ¿le gustaron los frijolitos? Asiiiiií mijita…  Y ya. Allí, acababa toda la conversación con el plato limpio.


Así pues, a través de la palabra hablada, mi abuelo transmitió a su descendencia los cuentos de Esopo, sus miles de anécdotas,  y la  herencia de su propia visión de  la vida.




 

 
 
 

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