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Lucinda

  • Foto del escritor: Diana María Giraldo
    Diana María Giraldo
  • 3 may
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 5 may

A mi bisabuela.


Me llamo Lucinda, nací en las montañas y no recuerdo mucho a mis taitas. Tengo varias décadas encima; he envejecido este último año con una velocidad aterradora. Veo mi cara en el espejo, tengo arrugas en las arrugas.  Mis manos temblorosas, la piel quebrada. Aunque soy delgada, me pesa el cuerpo y ya no puedo caminar mucho. Peso poco, tan poco que mi nieta me bajó cargada del taxi.  Cuando me tomó en sus brazos, me sentí más pequeña que nunca.


Creo que tengo setenta años o más; la verdad, no recuerdo mi fecha de nacimiento ni nada importante de mi infancia. Sueño con frecuencia con fuego, y la única explicación que se me ocurre es que pasé mucho tiempo frente al fogón de leña, cocinando, haciendo arepas, sancochando frijoles con plátano, yucas y papás, carne, y comida por montones.


No aprendí a escribir y menos a leer. Me casé con Jesús Antonio cuando me convertí en mujer. Mis padres consideraron que era lo mejor, y a mí no me era indiferente este hombre, que aunque mayor que yo, era un santo ante los ojos de todos.


Cambié de cocina. Me fui de las montañas de San José al Valle del Cauca y me uní a un grupo de mujeres que trabajaban incansablemente para sostener a los hombres que conseguían el pan diario cultivando la tierra.


Fui madre de cuatro hijas mujeres. Mi esposo quería un hijo varón que nos ayudara, pero Diosito no nos lo regaló.  La vida del pobre es muy dura, siempre de allá para acá. He vivido en muchos lugares: Cartago, Santander de Quilichao, Viterbo, San José, Santa Rosa de Cabal, Manizales, Medellín, Pereira. Tengo callos de tanto caminar por valles, montañas, veredas, pueblos y ciudades. Mis manos están igual que algunas arepas: tostadas, rígidas, quebradas, secas.


Mis muchachas han sido tan buenas hijas que no tengo queja. Las preparé para el matrimonio y la maternidad: cocinar, coser, arreglar el jardín, cultivar la tierra, y sobre todo, rezar y ser mujeres que temen a Dios.

 

La tragedia me llegó un día. Eran los días de la violencia; teníamos que escondernos y no había en quien confiar. La desconfianza era generalizada. Claro, si los malhechores no eran del bando contrario, eran ladrones y violadores.


Vivíamos en la vereda La Divisa. Jesús Antonio había conseguido esa tierrita con mucha dificultad, y allí estábamos construyendo una casita. Yo estaba contenta; las hijas ya estaban grandecitas, se casarían y podrían vivir cerca, y yo les ayudaría a criar a los niños. Junto con las alegrías llegan las tristezas.


Esa noche de luna llena, llegó Guardian, ladrando de forma extraña. Ya sabía que algo malo había pasado, lo presentía. Había visto la muerte muchas veces y sabía que la pelona había regresado. Jesús Antonio salió esa mañana al pueblo a vender un par de vacas que teníamos y que queríamos negociar para hacer unas mejoras a la casa.


Yo lo esperaba antes del anochecer, pero no llegaba. Cuando llegó el perro, supe que era viuda.  Un par de forasteros, ladrones, liberales o conservadores no se sabe, lo asesinaron. Se llevaron el dinero, la mula y dejaron a mi esposo tirado a la orilla de la quebrada. Lo recogieron todo empapado de agua, de sangre, de barro, helado, ya transparente.


En el pueblo nos decían que éramos la pareja de la una y media, el por alto y yo por chiquita. Sin Jesús Antonio, quedé media. ¡Qué dolor tan grande! ¡Aún siento esa daga aquí en el pecho! La gente fue muy solidaria conmigo y me acompañaron en mi duelo. Tuvimos que adelantar los planes de las hijas antes de tiempo: Rosa, la mayor, se fue al convento. Elena cogió camino para Medellín en  busca de trabajo, Graciela se casó con el zapatero del pueblo, y Aura se quedó conmigo. Rodamos mucho, vendimos la casita y, con lo que obtuvimos, nos fuimos a vivir a Medellín, pues lo que la gente decía era que había trabajo y con la ayuda de amigos y familiares, y de mi Diosito Santo, podíamos salir adelante.


Nunca volví a tener casa propia. Siempre viví de arrimada en la casa de mis hijas ya que las tres  se casaron. Me dediqué a ayudarlas a criar sus hijos, hacer el aseo, coser, y hacer mandados. Así me gané el pan, con el trabajo de mis manos, con el sudor de mi frente.  Sirvienta de mis hijas, sirvienta de los vecinos que me pedían favores, y me daban cualquier moneda.


El regalo mas especial que recibí un Día de la Madre, fue de manos de una de mis nietas, que siempre fue tan diligente y amorosa conmigo. Me compró un saco negro con perlitas. Todo un lujo para una indiecita como yo.  Fue el regalo más precioso que recibí en mi vida.  A ella le gustaba tomar aguardiente, y los viernes en la tarde llegaba del trabajo con una botella de licor. Nos sentábamos en el andén de la casa a escuchar la música de Julio Jaramillo. Mi hija nos regañaba  y nos mandaba a dormir. Pero ninguna de las dos tenía fuerzas para levantarse del piso e irse a la cama. Así venía la otra nieta, y riéndose, me ayudaba a pararme y me llevaba zigzagueando a la cama. Esas dos nietas fueron mi alegría, mi esperanza y mi consuelo.


Hace como dos meses, me despedí definitivamente de la cocina. Llevo tiempo sin ir por allá. Es junio, y soy bisabuela. Me trajeron la niña vestida de blanco, preciosa. No podré ayudar en su crianza. La salud se me fue y pronta estoy para partir.  El Ángel, me llama y yo le digo: Déjeme comerme esta arepita con chocolate, y ya nos vamos. Se ríe, me da una esperita. Con el último sorbo, voy cerrando mis ojos. Descanso ahora en paz.



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