Teresa se casó con Fernando –siendo ella más joven que él: casi le doblaba la edad–. Se casó muy enamorada, y de su unión nació un chiquillo que fue compañía para ella hasta que él, muy joven, decidió independizarse de sus padres y hacer nido aparte.
Ella trabajaba duro en una empresa, cumplía horario y se dedicaba a su labor con mucho amor. Con el tiempo, la salud fue disminuyendo y le encontraron problemas en el corazón. Tenía un corazón loco que palpitaba a su propio ritmo, y era urgente una cirugía.
Teresa en la habitación de aquel hospital, recordaba los dolores y tristezas que había aportado Fernando a su corazón quebrantado. Era un alcohólico de profesión: bebía de jueves a domingo, y en su embriaguez la maltrataba a ella y al chico. Fernando se paraba frente al balcón de la casa y gritaba a todo pulmón: “Esta es la vida que yo me merezco”.
“Claro, está es la vida que yo también me merezco” se dijo a sí misma Teresa cuando salió de la convalecencia. Uno de esos días, sentó a su esposo frente a ella, y sin miedo y con toda la fuerza de un corazón nuevo, le puso a Fernando las cartas sobre la mesa: Ya no iba a cocinar más para él, ni tampoco se iba a quedar en casa a ver sus escándalos y alborotos; de ahora en adelante, no despreciaría ninguna invitación, cocinaría lo necesario y en los años que le quedaban se daría “la vida que se merecía”.
Fernando menospreció aquellas palabras, pero con el primer fin de semana después de aquella conversación, se dio cuenta que Teresa sí tenía la capacidad y la determinación para cumplir con el nuevo lema que había acuñado a su existencia.
Siguen juntos. El amor aún les alcanza. Ahora viven la vida que se merecen.
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