Al llegar de la luna de miel destaparon los regalos, sorprendidos por la variedad y la abundancia. En su mayoría los habían enviado amigos y allegados de la familia del novio y había que agradecer, con creces, a sus donantes.
El fin de semana siguiente los recién casados fueron donde la tía y la abuela del esposo. Julia se sintió medio recibida: la abuela no respondió a su saludo y mucho menos a sus comentarios. Se sintió incómoda pero él estaba tranquilo, ignorando la situación –su política siempre fue evitar las confrontaciones–.
La tía les preguntó por las toallas finísimas que les habían enviado los De la Ossa. Para Julia eran simplemente toallas, a lo que la tía irritada –por la ignorancia y falta de gusto–le respondió con un gesto de desprecio.
Esa misma tarde después de la siesta, la tía llamó a Julia y la llevó al baño, diciendo: “La voy a maquillar para que se vea bien presentada, vamos a ir donde la Familia De la Ossa a darle las gracias por el regalo; déjese que yo la arregle, quítese ese saco y póngase esta chaqueta, ellos son personas distinguidísimas, ellos sí son gente, así que no se puede ir de cualquier manera a su casa.”
Julia –sintiéndose fea, poco distinguida y poca gente– se dejó arreglar, sin chistar. Fue presentada en esa pequeña sociedad que simplemente la ignoró. Dio las gracias por las finísimas toallas y agradeció en el fondo de su corazón que aquella visita durara poco.
Las lágrimas por este y otros desplantes fueron saliendo con el tiempo. Y fue el tiempo, el que le permitió ver en el espejo su belleza, los logros alcanzados, las cualidades que la hacían única e irrepetible, descubrió en los libros su inteligencia y en la distancia de esos recuerdos halló su dignidad. Cada lágrima limpió cualquier rasgo de fealdad y, al final, descubrió su belleza y su fuerza.
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