La esposa del Doctorcito
- Diana María Giraldo
- 17 jul
- 4 Min. de lectura
Era un doctor con su especialización, con todos los cursos que lo acreditaban como alguien muy idóneo en su área. Ganaba muy bien. Era buen mozo y también picaflor: las colegas, enfermeras y pacientes no le eran indiferentes.
Su esposa era ama de casa, muy comprometida con sus hijos y con la profesión de su marido. Él le decía Chulita, no solo por lo bajita, sino por los ojos grandes que tenía. Parecían la pareja ideal. Ella asistía a la iglesia, a la que cada domingo llevaba por las buenas o por las malas a su doctorcito, porque en boca de ella “primero Dios”.
A pesar de que ella sentía que tenía todo bajo control, un día atendiendo a uno de esos pálpitos que les da a las mujeres; se puso en la tarea de seguir a su esposo. Ese día él no iría a la casa para almorzar en familia, por una reunión de última hora del comité. Ella no se tragó el cuento y se plantó frente a la clínica. El doctor salió con una rubia, se montó en el carro de ella y salieron rumbo al sector de los moteles. Ella los siguió, y antes de que ellos ingresaran al sitio le dio a cada uno su lección. Se bajó del taxi y sacó a la mona del carro, le dio su buena mechoneada, arañazos, puños, golpes mientras le decía vagabunda, degenerada…
La joven se defendía como podía y él aturdido intentaba separarlas. La rubia como pudo se libró de las garras de la señora, se montó en su carro y salió como alma que lleva el diablo. Al doctor, la Chulita lo metió en el taxi a punta de golpes.
Cuando llegaron a la casa, ella le ordenó que se quitara la ropa, se lo llevó al patio en pantaloneta, diciéndole: “¡Arrepiente adúltero degenerado sinvergüenza, ya Dios me lo había mostrado…”!
En una palangana hizo una hoguera y allí echó al fuego los pantaloncillos y la demás ropa interior de su esposo. Todo lo quemó, deseando que aquellas llamas consumieran el adulterio del degenerado y cochino de su marido. Lo mandó a dormir en la sala. En el sofá, el doctorcito en lo único que pensaba era qué ropa interior se pondría en la mañana.
Desde aquel día ella se dedicó a acompañar a su esposo en todo lo que hacía. Se reconciliaron y volvieron a ser la chulita y el doctorcito. Cada día, a la hora de salir para el trabajo, ella oraba con él: “Señor, libra a este pecador de todo mal, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén” Luego lo llevaba al consultorio y volvía por él a la hora del almuerzo y a la hora de la salida. El carro pasó a ser propiedad de ella. Lo llamaba varias veces al día y no faltaba los días en los que le refregaba su pasado y le recordaba que debía arrepentirse porque él era un degenerado, adúltero y vil pecador. Él en silencio no refutaba nada.
Pese al seguimiento riguroso que le hacía a su esposo, no tenía paz. Un día se fue al consultorio y obligó a la secretaria que le mostrara la agenda de citas del doctor. “El que es, sigue siendo”, decía ella. La secretaria abrumada, reconviniendo a la señora, se quedó inmóvil frente su terquedad y determinación. Encontró que había una tal “Alba Madrugada” que asistía al consultorio cada quince días. Y ¿esto qué contiene? Se dijo ella. Las citas de los pacientes son cada tres meses, no cada quince días.
Así encontró a su maridito en el acto con la Sra. Madrugada, que no era otra que una amiguita de la universidad. A la Chulita no le faltaron las fuerzas y delante de su esposo, secretaria y otros pacientes allí presentes le pegó una revolcada sin antecedentes a la mujer. Luego se fue contra de su esposo, el adúltero degenerado que no se había arrepentido, que era un sinvergüenza, mujeriego, lleno de lujuria y de concupiscencia, el desgraciado ese…
A golpes se lo llevó a la casa. Lo llevo al patio, y otra vez armo una hoguera “Dios me lo había mostrado ya, por eso tu lado del colchón tiene hongos porque sos un adúltero degenerado pervertido. Trae el colchón que lo vamos a quemar. Tomo un cuchillo y empezó a asesinar al colchón, partiéndolo en pedazos, arrojándolos al fuego, quemando el maldito pecado.
Los niños observaban el espectáculo, desde la ventana: su papá de pie frente a la hoguera, su mamá partiendo a pedazos el colchón y echándolos al fuego, orando en voz alta - por no decir que a grito herido-, y la llamarada que se levantaba entre ellos.
Esa noche, el hombre abrumado, miraba sus diplomas, mientras intentaba descansar en el sofá de la sala. La chulita lo despertó temprano y lo llevó al laboratorio de un médico amigo, el Doctor Alcahueta Herrera (como le decía ella) para que le hicieran las pruebas para saber si tenía alguna enfermedad de transmisión sexual.
El doctorcito medio abochornado se dejó hacer las pruebas respectivas. El Doctor Herrera aprovechó el momento en que se quedaron solos y le dijo: "Hermano, usted es el huevón más grande que ha parido la tierra, que está esperando para separarse de esa loca de su mujer, le cuento que se ha convertido en el hazmerreír de la gente."
En ese momento entró la Chulita, y pregunto de qué conversaban. Ella tenía que saber todo. "Le estaba sugiriendo a mi amigo que sería bueno que cambien de ciudad para que renueven su matrimonio" dijo él, intentando disimular.
Esa tarde ella se sentó frente al computador: “Hey, Google… Dime, ¿en cuáles ciudades se encuentran las viejas más feas del país? Google le respondió con una serie de imprecisiones, y ella lo maldijo de un puño.
Al fin se cambiaron de ciudad. En el trasteo se llevó la palangana, no se sabe en qué momento, necesite quemar algo de su maridito el adúltero degenerado que aún no se ha arrepentido.

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