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Foto del escritorDiana María Giraldo

Hermanitos


Se casaron cuando ella se acercaba a los treinta, y él alcanzaba su mayoría de edad. Doce años de diferencia. No se sabe cómo el matrimonio llegó a consolidarse. Al año, nació su única hija.


Como “todo un hombre” se dedicó a los negocios y a formar medio hogares. Ella lo tenía en casa de lunes a jueves. De viernes a domingo él se iba a “pasar bueno” con la “mujer de turno”. Con las queridas paseaba, bebía, bailaba y se gastaba parte de las ganancias de sus negocios. Con ellas también tuvo hijos, algunos los aceptó como suyos y a otros los puso en duda, dejándolos abandonados y sin protección.


La esposa oficial, ante la sociedad, tenía todo lo necesario. Él nunca la dejó y siempre veló por ella, y le dio lo mejor a la hija legítima. Sin embargo, nunca celebraron un aniversario, no hubo serenatas, ni detalles, ni flores; ni peleas ni reconciliaciones. No hubo cielo.


Como mujer de casa –decente y consagrada al hogar– ella cumplió con su deber de esposa ejemplar sin escándalos, ni reclamos, ni reproches. Lo atendía siempre. Le mantenía su ropa limpia y planchada. Desayunos y cenas listas, cuando estaba en casa. Aceptó la vida que le ofreció este hombre libre y bohemio.


Vivieron sesenta años bajo el mismo techo. Compartieron la misma habitación, con dos camas sencillas. Una frente a la otra.


Para él, ellos eran “un par de hermanitos”.




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