Entró a la sala. A la sala de Zoom, por supuesto. Eran los tiempos de la pandemia declarada por la excelsa, sublime e inequívoca Organización Mundial de la Salud.
El artista entró, y estaba feliz cuando vio a su numerosa audiencia. Sin una presentación muy larga - el artista requería el tiempo para su exposición- se dio inicio a su disertación. Todos los presentes en aquella sala, hombres más que mujeres, estaban atentos a su discurso.
Nadie decía nada. El artista hablaba, hablaba, hablaba: Quiero contarles de mi propuesta. Mi exposición está en algunas de las galerías más importantes del mundo: una en Sao Paulo, la otra en Singapur… la última de mis propuestas se exhibe en Hong Kong. Yo soy un artista…. Mi obra…. Mi pensamiento… Yo voy más allá… y mi arte es…
En algún momento, el artista dijo “me siento hablando solo”. Les propongo que me hagan preguntas y yo se las respondo. ¿Qué quieren saber de mi arte, de mis exposiciones, de mi trabajo? Miren a mí, admírenme a mí, vean mi obra… pregúntenme a mi…
Antes de proseguir con su disertación y disponiéndose a contestar las preguntas de su público dijo con palabras más bonitas que estas: “Gracias a la gente de la llanura, por permitirme fotografiar su realidad y ponerla en una obra abstracta y conceptual que refleja visiones emergentes de la penuria y la escasez.” Todos quedaron asombrados ante estas palabras y la sensibilidad del artista por lo social.
Las mujeres de la sala lo admiraban. Los hombres se debatían elaborando preguntas muy complejas con todos los términos difusos, profusos y confusos para descrestarse entre sí y para que el artista reconociera la supremacía de los que le escuchaban. Allí había otros egos, que esperaban alguna vez ser igual al de él.

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