El mandamás de los paracos, se fijó en ella desde la cantina de aquel olvidado pueblo. La vio pasar, y mandó a que le averiguaran todos los detalles sobre aquella mujer. Supo que tenía cuatro hijos, y que ella había despachado al marido por bebedor.
Sin cortejarla siquiera, una tarde llegó a su casa hecha de tablas. La hizo salir, y la llevó al matorral. Ella franca y directa le dijo “yo estoy con Dios, no con el diablo” y sin aceptar su propuesta indecente regresó a su casa.
A los ocho días, a la misma hora el hombre volvió con tres de sus sicarios. Delante de vecinos y familia, le dio dos tiros en la cabeza. Ella cayó al suelo, y él viendo que aún se movía sacó el cuchillo y se lo enterró por el cuello, el pecho, y en sus muñecas cortó las venas. Todo el matorral se cubrió con la sangre de ella.
Lograron llevarla con vida al hospital. Los médicos vieron lo imposible, pero se encargaron de cumplir con su juramento de salvar la vida, contra todo pronóstico. Este hecho terrible, sucedió en noviembre del año noventa y nueve.
La sobreviviente pasó más de un mes en el hospital. Los médicos - los mejores de la ciudad- se encargaron de reparar su cara, pecho, cuello y manos.
En el proceso, ella solo pensaba en sus cuatro pequeños, en lo mucho que los amaba y en todo lo que ellos la necesitaban. En las noches, se arrastraba con todo su dolor, y sin que las compañeras de pabellón se dieran cuenta, se inclinaba hasta el piso, y clamaba con lo que tenía de voz: “Diosito, acuérdate de mí” No había más que decir, doblegada en todo su ser, su fe inquebrantable estaba puesta en Dios.
Era cambio de siglo, se acercaba el año 2000 y todos hablaban del fin del mundo. Ella aún en el hospital se convirtió en apoyo para las enfermeras, y se encargó de decirles a los pacientes, que el fin del mundo era cuando cada uno renunciaba a creer y se hundía en su propio pesimismo.
Del hospital salió a vivir con su familia. Su asesino se había apoderado de la casita de tablas y aún la justicia no hacía nada a favor de ella. Vivir con su familia fue un tiempo poco grato del que ella prefiere no hablar. Humillados y dependientes no tenían de que echar mano.
Ella esperaba con paciencia el retorno a su casita; y mientras lo hacía, aprovechaba cada iglesia que encontrara abierta para entrar y arrodillarse y pedirle a Dios que le devolviera lo único que tenía, que pudiera regresar a su parcelita.
Una de esas noches, rezó con los niños, y juntos pidieron el regreso. Esa noche, sin que ellos supieran, el asesino fue ajusticiado por los altos mandos de la banda. En el lugar donde intentó arrancarle la vida a su víctima, en ese mismo lugar le recordaron este y otros crímenes y sobre su cuerpo vaciaron varios tambores de revolver. La representantes de la justicia solo fueron para hacer el levantamiento del cuerpo.
Ella no pudo regresar de inmediato, tuvo que esperar un año más que todo se calmara en el pueblo. Mientras tanto ahorró algo de dinero, trabajó duro y por fin regresó a su casita.
Hoy no es de tablas. Esta mujer con su determinación por la vida, trabajo y esfuerzo construyó una casa de ladrillos, con pisos de cerámica y techo hermoso de teja.
En el balcón ella ve los amaneceres, mientras se toma su tinto vespertino. Sigue conversando con Dios, ahora sobre cosas menos dolorosas, y Él sigue escuchándola y siendo bueno con ella y sus hijos.
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