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Aún después de la muerte

  • Foto del escritor: Diana María Giraldo
    Diana María Giraldo
  • 14 feb 2023
  • 1 Min. de lectura

Adriana había sido una buena mujer. Tenía gracia natural y se llevaba bien con la gente. Era tranquila y amable. Se casó con John, al cumplir sus veintitrés años. Como los hermanos mayores tenían sus propias responsabilidades –y vivían lejos de los viejos–, ella convenció a su esposo de comprar una casita cerca de ellos, para poder estar atenta. No tenían hijos. El sueldo de los dos les daba para vivir bien. Ella tenía el crédito de la casa y era diligente con sus pagos.


El día que Adriana cumplió treinta y dos años, John la invitó a cenar y luego a cine, para celebrar la ocasión. Al día siguiente, ella se sintió muy mal y corrió de su trabajo a urgencias, pues un malestar estomacal no la dejaba en paz. De urgencias la llevaron a cuidados especiales y de ahí, a cuidados intensivos. Fueron ocho días en los que John y los viejos corrieron de aquí para allá, y de allá para acá. El sábado en la tarde se fue para siempre. Una bacteria terminó con su vida.


Los viejos la lloran, la recuerdan, igual que John, quien trata de sobrellevar su soledad y su tristeza. En esa calle las casas más hermosas –con los mejores acabados y diseños– son las de ellos. Adriana dejó suficiente provisión para cumplir el sueño de los tres amores de su vida: tener una bella casa propia.


John sigue con su trabajo, y vive solo. Los viejos arreglaron su casa, compraron muebles nuevos, y la abuela no logra entender cómo, después de morir su hija, ellos vienen a tener toda esa comodidad.





 
 
 

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