Saludos lectores. Agradezco sus visitas a mi blog, son una gran motivación para continuar compartiendo estos breves relatos. Quiero compartir en estas semanas algunas historias de autoría de mi mamá. Ella tuvo una niñez muy difícil, marcada por la pobreza y la violencia. El 2016 le diagnosticaron cáncer. Acababa de ganar con la Fundación Ratón de Biblioteca un premio especial con el cuento ¡Qué terrible tempestad! Con el cáncer se despertó el deseo de escribir y se dedicó a contar por escrito historias de niña y adolescente, vividas en San José (Caldas) el pueblo de su corazón. Con el apoyo de la Profesora Gloria E. García sacamos adelante el proyecto en el 2019: Un libro pequeño con doce historias “Relatos de Infancia”. Hoy me sorprendo de la edición que ella hizo de su historia. Este trabajo está lleno de humor, sentido de familia y mucho calor humano. La invitación es a leer, pensar y decidir. Abrazos.
Había una vez una jovencita muy alegre y soñadora, cuyo nombre era Marian. Era la primogénita en una familia compuesta por sus padres y siete hermanos. Su padre era zapatero y la madre una mujer muy colaboradora, que atendía todas las funciones del hogar para poder llevar la crianza de la familia.
Vivían en una modesta casa con tres cuartos, para el matrimonio y los siete hijos. Eran demasiado pobres pero a cambio de ello, desde los ventanales del corredor, en el segundo piso, disfrutaban de un precioso y pintoresco paisaje que podía contemplarse desde la cima de la montaña donde se ubicaba el pequeño pueblo.
Cuando ella le contaba a alguien sobre su ubicación, pasaba de pequeño a grande. Sus ojos, aunque chicos, daban la impresión de agrandarse cuando a él se refería. Así comenzó a contarme cómo recordaba su tierra natal: “Al Oriente, mire y vea, el Páramo del Ruiz, las montañas en cadena y en una cima, igual que acá, se ve un pedacito de la ciudad de Manizales. Y mire que bajando se ve el cañón y el río Cauca. Allá -señalando con mucha alegría- se ve el lugar donde aterrizan los aviones, véngase mirando para que vea los picos de las montañas, no tan elevados como los lejanos que se topan con las nubes… y venga le muestro, hacia el Occidente, el precioso valle regado por el río Viterbo. Allí en aquel río, mi tío nos invita en las vacaciones para pescar y nos hacemos unos algos con sardinitas fritas, patacones y un delicioso chocolate; primero nos bañamos y después mi tío pesca las deliciosas sardinitas que alcanzan para todos los que vamos al paseo.”
Suspirando con nostalgia Marian frota sus manos, dando a entender que ella quería vivir en el precioso valle, fértil naturaleza que produce caña de azúcar. “Mire, vea usted esas montañas que se elevan más y más, allá queda el Chocó; por ese otro lado, Belén de Umbría; y ya tirando para el Sur, queda la Virginia y Apía, ¿cierto que todo esto es muy bonito?, ah venga ¿sabe que queda por el Norte? Anserma, al frente de Palestina. Quisiera tener los ojos más grandes y ver los caminos que me llevan a Pereira; mis papás dicen que cuando tenga quince años me llevarán a esa ciudad a estudiar.”
Como los padres de Marian eran muy pobres, fuera del uniforme de colegiala la habían dotado de dos baticas para los domingos. Cuando me mostró la blanca de farolitos noté una mancha de plátano verde y lo mucho que la habían restregado sin lograr sacarla. El segundo vestido para combinar los domingos, era una batica roja de lunares blancos, todo hecho por la madre de Marian, pues no les alcanzaba para pagar una modista. Pobre chica, cuando le conocí el ropero su carita se puso roja como una manzana, ya que el guardarropa no era un escaparate, sino un cajón donde sus hermanas y ella guardaban sus escasas prendas de vestir.
Pero lo que más recordaba Marian era la historia íntima de sus calzones. Un día muy lindo, un domingo, fue a visitar a su abuelito en la tienda de su propiedad, en la mitad de la plaza, donde mercaban muchos campesinos. El pueblo, para entonces, medía aproximadamente cuatro cuadras de largo, y tenía carretera, lo que era un gran avance. Los domingos el abuelo, el tío y el papá le regalaban a Marian 15 centavos con los que compraba colaciones, solteritas, y sirope en uno de los toldos de la plaza. En eso se iban los quince centavos. Además, iba con las amigas a sentarse en el atrio de la iglesia para hablar de pequeñas cosas, o rumores, hasta llegar a chismes que no faltaban entre las colegialas.
Ese domingo, como todos, después de salir de misa le tocaba a Marian ir a su casa y ayudar a despachar el almuerzo para la familia y, de vez en cuando, a algunos familiares que llegaban del campo. En esa semana a Marian, la habían premiado, renovándole el ropero. La mamá le compró, en el almacén de las señoritas Hernández, dos metros de coleta verde y un metro rosado, de los que sacó dos brasieres rosados y tres calzones verdes. Ella se emocionó bastante con los brasieres porque sentía que esto le decía “ya no eres una niña, ya eres una mujer, pronto conseguirás novio y te casarás”. ¡Qué alegría poder salir con las amigas y dirigirse al atrio y contarles que tenía brasieres rosados!
Un día antes de encontrarse con sus amigas, los lavó y los extendió en el corredor que daba a la huerta. Ese domingo a las dos de la tarde, cuando se disponía a organizar la salida, sopló un viento tan fuerte que su papá ordenó cerrar la puerta del balcón y hasta pasarle la aldaba. Dijo con voz muy segura “Muchachas, va a llover” y así comenzaron a sonar estrepitosamente los truenos, los relámpagos y los vientos huracanados. Como Marian no le tenía miedo a las tempestades, se empezó a organizar para salir una vez pasara la lluvia.
Pero ¿qué fue aquello? trece años viviendo en el pueblo y esto sí que era raro, sentía que algo golpeaba en el balcón, con fuerza, ¿qué podrá ser? ¿será que este es el fin del mundo? Se fue a la cocina y le prendió una vela a Santa Bárbara, patrona de los aguaceros, y rezaba: “Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita”. ¿Pero para qué fue este rezo? La tempestad arreció hasta que pronto Marian y sus hermanitos buscaron la cama donde estaba el papá y se acostaron esperando que pasara el terrible aguacero.
Aunque allí llovía con frecuencia, no se tenía memoria de un incidente como este. La mamá estaba donde una vecina, sus otros hermanitos donde los amigos, y otros con ella. Como Marian era la hija mayor, claro, los protegía y fortalecía diciéndoles: “claro, como aquí somos tan malos nos agarró el fin del mundo; recen para que no nos vayamos a morir hoy”. Así que todos se callaron, y cuando al fin escampó, el papá les ordenó que se quedaran allí mientras él iba a buscar a la mamá.
Los corredores de la casa estaban mojados y, cuando el señor abrió la puerta del balcón, todas las tejas del frente de la casa - que eran pequeños cuadros de madera- se dejaron venir hasta la mitad de la sala, mojando el piso. Estaba la familia en esto, cuando llegó la mamá de Marian que decía en voz alta “¡qué aguacero tan duro, qué terrible tempestad!”…“¿Y esto qué fue?”, dijo mirando las tejas de la casa de doña Cruzana, “¿qué pasó aquí?”. El papá le respondió “Se desentejó la casa de doña Cruzana” mirando hacia la ventana. Allí estaba el bobito Ananías, que gozaba viendo correr todavía todas las aguas por la orilla de los andenes.
“Viéndolo bien por aquí no pasó nada. Vaya a la plaza para que vea que a Misia Bermelina, la tempestad se le llevó las ollas, la hornilla de carbón, la olleta , la canasta , la fritanga, la morcilla, las empanadas…pobre señora, quedó en la ruina… Eso por la plaza sí que estuvo muy maluco”.
Y dicho esto, les dijo a Marian y a los demás: “Recojan las tejas y llévenselas a doña Cruzana”. Luego le preguntó a Marian, “¿usted entró los brasieres que estaban colgados en el alambre? Ella le respondió, “¿cómo los iba a entrar, si todavía estaban mojados?”. Marian entonces se puso muy triste pues el regalo le había durado solo cuatro días.
Ella y sus hermanos recogieron las tejas de madera y fueron a la casa de doña Cruzana. Al descargar en el patio las tejas, Marian sonrió mirando al papayo y dijo: “Mis brasieres, mis brasieres, véanlos allá, colgados en el papayo”. Llena de alegría regresó a casa, contando con una amplia sonrisa: “¡Encontré mis brasieres!”. Entonces la madre de Marian, fue a bajarlos del papayo, con el palo del gallinero.
Cuando supe de su alegría por recuperar sus brasieres, me dijo: “Qué alegría, ahora sí puedo recibir de novio al hijo del gamonal; voy a pedirle a mi amiga Carlota que me traiga dos limoncitos verdes y pequeños, para ponerlos dentro de los brasieres y aumentar el volumen”. A los pocos días, ella supo que ya no era una niña, ante los ojos de sus padres y amigas, sino la Señorita Marian.
Por Marina Jiménez Salazar.

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