Por Marina Jiménez Salazar
“Recuerdo aquella vez que yo te conocí, recuerdo aquella tarde, pero no recuerdo ni como te vi”
Así sonaba la canción que me dedicaba mi pretendiente rico, desde el café de don Abigail, hombre rústico con mirada austera que, al tratarlo, la cambiaba por una simpática sonrisa. Se escuchaba como una banda musical acompañada de castañuelas, pues sus cajas de dientes chocaban una con otra y, en esta ejecución, arrancaba de sus oyentes una sonrisita casi indefinida. Oír este vals melodioso me anunciaba que mi amor primaveral había llegado. Esta era la clave para salir al balcón, después de maquillarme con los cosméticos escasos que usaba mi mamá.
El polvo para la cara se llamaba “Flores de Niza”. Las sombras para los ojos eran más naturales, casi de un golpe. En los pueblos se veían, con mucha frecuencia, cuando los hombres casados regresaban a sus casas después de visitar las zonas de contentamiento -prohibidas por el señor cura-. Por eso las jóvenes solteras no tenían el privilegio de tener ojeras moradas... Los labios se podían pintar con los siguientes cosméticos: intensamente rojo, con papel seda; se remojaba un pedacito y con la tinta que soltaban, se aplicaba en los labios y listo, más rojos que un clavel. Los cachetes quedaban hermosos, como una manzana, cogiendo un pedacito de remolacha; unos ligeros toques dejaban los cachetes como alas de libélula. Y si carecían de pelos en las cejas, estas se podían engrosar dándoles unos toquecitos con un carbón, sacado del fogón, que tuviera forma muy delgada para no pasarse a payaso circense.
Cómo negar que nuestra cosmetología era fácil de lavar con cualquier jabón Reuter. No había que recurrir a limpiezas profundas porque el sudor, de caminar y andar y andar los caminos, quitaba cualquier maquillaje. Claro está, que había maquillaje para las pueblerinas y otros para las campesinas, que era más notable por ser natural. Las mejillas color de grana se obtenían después de tostar el café o el cacao, o después de pitar dos kilos de maíz para la mazamorra o amasar una tanda de arepas para el desayuno Ahhh, aquellas ricas arepas de mote o de chocolo, qué deliciosos recuerdos que nos ayudaron a ser bellamente naturales. El pelo era otro asunto. Se creía que mientras más piojosas más hermosos los cabellos. Los champús eran altamente naturales: el humo que se regaba por toda la cocina y salíamos oliendo a canela, panela, café, sancocho de gallina, o frijoles con coles. Todos estos olores eran recogidos por nuestras cabelleras, impregnadas de olores super naturales. La belleza de mis años juveniles era natural, por siempre natural. ¡Las modas y maquillajes eran tan sencillos!.
Después de lavarnos los dientes con bicarbonato y limón, comprábamos unas pastillitas moradas que olían a alelíes, qué fragancia inolvidable; tenían un costo de cinco centavitos. También en las tiendas de mi pueblito vendían media botella de Bay Rum o Alhucema las cuales nos sacaban del paso los domingos. Las ancianas lo usaban para el dolor de cabeza. Los indígenas, que salían a vender sus callanas u ollas de barro, se emborrachaban con esto hasta quedar tirados en algún rincón del pueblo.
Por el exceso de pobreza, lejos estaba de aplicarme una buena loción, perfume o aroma. De niña tuve el deseo de obtener un perfume y, entre comentarios de los mayores, escuché que el perfume se obtenía de la siguiente manera: Lavar una botella de vidrio oscuro, llenarla de flores de violetas, enterrarla en un profundo hueco y sacarla a los quince días; fórmula que fracasó. Por eso, las esencias en forma de perfume no existieron en mi vida hasta que llegué a los 18 años donde, no recuerdo cómo, fui dueña de un perfume llamado Tabú. Me lo gasté en menos de un mes. Lo hice con el fin de conseguirme un precioso novio. Él no vio que mi corazón latía por un príncipe de cualquier color, ya a esa edad y en un pueblo donde las actividades para matar el ocio no existían. Nuestra ocupación consistía en oír las campanas, tirarnos de la cama, vestirnos, lavarnos la cara y llegar a misa de seis de la mañana. Y por la tarde el santo rosario, donde llegaban las niñas, las señoritas, las beatas (o dejadas del tren) y las personas adultas o mayores. Antes y después de la salida, en grupos de cinco o más, charlábamos sobre lo mismo cada día, por eso una información recibida volaba de casa en casa como un polvorín, de ahí el refrán “pueblo pequeño, infierno grande”.
Los tiempos de ocio son peligrosos porque de esto se derivan nuevas fallas. En fin, volviendo a lo que dije, no puedo olvidar que en mi pueblo ventiaba sin compasión por estar en la cima de la montaña. Y para que nuestros cabellos no volaran, a la par de la imaginación, recuerdo este gel de estromelio, para aquietar los cabellos. Con sus hojas se elaboraba el gel, restregándolas hasta triturarlas y colarlas por un cedazo. Quedaba listo el gel, útil también para los caballeros con pelos indómitos.
De todas maneras, recordar es vivir y reír ante aquella frase de mi tía Angelina “¡cómo marcha la cencia!”. Y ante tantos productos modernos, no dejo de recordar cómo mi piel fue hermosa sin cremas famosas. Mi mamá recogía el agua en la que lavaba el arroz; la primera agüita se dejaba quieta, se botaba y el almidón, que quedaba al fondo, se aplicaba sobre la piel dejándola suave, como la de un niño. Mis pobres cosméticos, según mi criterio, me sacaron de apuros; pero qué bueno hubiese sido, tener algo vendido en los almacenes o cacharrerías de mi pueblo. Si con estos elementos tan pobres escuché algo tan romántico, mi pregunta es “pero no recuerdo ni como te vi”, ¿será verdad?'
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