A Cristina y Susana
Sí, la pequeña de cinco años, estaba completamente segura: Las mamás no se caen, no se pueden caer.
Papá, se había marchado cuando ella tenía un añito. Se fue, llevándose en un destartalado carro mesas, sillas, ollas y hasta las cortinas de la casita que ocupaban su compañera y su hijita.
La niña había crecido con su mami. Mami peinaba sus crespos con cariño mientras le ponía en sus cabellos una hermosa cinta azul. Mami contaba cuentos en las noches. Mami le daba la sopita, mientras respondía a los “poque” que ella formulaba sin cansarse.
Mami la llevaba cargada en el bus, en el metro. La llevaba a veces a caballito, y otras veces, cuando sus piernitas no daban más; mami se cruzaba su mochila de universitaria y se la echaba encima.
Desde su posición como pequeña veía a mamá fuerte, bella, grande. Sí, muy grande en todo su universo. No era posible que mamá se derrumbará, que se desplomará, que se viniera abajo. Y ese día, corriendo tras el bus, mami se enredó y cayó al suelo delante de la niña. Ella no lo podía creer, y lloraba sin consuelo, gritando “¡las mamás no se caen!”
Mamá se inclinó, abrazó a su pequeñita y le dijo: “Mi amor, las mamás sí se caen. Pero se vuelven a levantar, una y otra vez, porque a las mamás las mueve el amor, y yo hijita te amo, y por eso me vuelvo a levantar”.
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