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¡Alazán ganó, compremos casa mijita!

Foto del escritor: Diana María GiraldoDiana María Giraldo

Mi padre, el buen padre que Dios me regaló, era un hombre enamorado de la naturaleza y los animales, como también de su esposa y de sus hijos. Soñador, cantante, cuentero, fontanero y zapatero; apreciado por muchos de sus paisanos. Y sus cualidades parecía que estuvieran a la par con muchos de sus defectos.


Cuando iba a las cantinas, a celebrar con su familia y sus amigos, cualquier paisano que lo conociera se daba cuenta de que ahí se encontraba Pachito. Su voz fuerte se distinguía muy bien. Fue una forma de ayudarse cuando inauguraron el teatro del pueblo y él era el locutor y promotor del matiné y el cine nocturno. Imposible olvidar las películas mexicanas como “Reina de Sierra Morena” con Amparito Rivelles. Duró en cartelera seis meses. Fue tanto lo que duró que se reventó la cinta; a lo mejor por sus añadidos, estaría más remendada que cobertor de pobre, y no se pudo devolver a los que la alquilaban.


Muchas veces, ir por la noche era como una obligación para que no se viera el teatro vacío, ya que echaba la fama por el suelo no ver ni un solo asistente. Así que las hijas del dueño del teatro y nosotras apoyábamos el nuevo negocio. Sus dueños, Minguito y Chucho, iban al estreno, pero la familia toda la semana. El mobiliario del teatro eran veinte bancas sin espaldar, razón por la cual muchos de los asistentes se iban al piso; y era conmovedor el espectáculo del cineasta en el suelo mientras la escena de la película era contraria al suceso. Además, las bancas estaban en mera tierra, con muchos montículos —no en un piso de madera o baldosa— y muchos espectadores parecían ocupando un mataculin.


Así que mi padre hacía el oficio de mantener todo al día. Muchas veces, se sentía frustrado por no haber estudiado la mecánica de cualquier índole, ya que en las historias que él narraba —que podían durar cuatro horas seguidas— contaba cómo a mi abuelo se le dañó la vitrola y él se la arregló con una tapa de cerveza. Esta fue una hazaña inolvidable que lo sacó un poco del anonimato, cuando fue joven y hermoso. Su voz le ayudó a cantar, pero en ese campo no surgió porque el verdadero cantor extraordinario fue su primo Gerardo.


Entre deseos y fracasos, realizó un sueño que lo hizo muy sentimental. Fue cuando tuvo un caballo, negro y blanco, llamado Golondrina. Tenía nombre femenino, pero era un macho. No lo disfrutó sino por cinco años, pues tuvo que venderlo para hacer la carrera de “zapatólogo”. Esta profesión le ayudó a conseguir una novia muy linda con la cual se matrimonió a la edad de veintiuno, con una chica de dieciocho. Tuvieron ocho hijos, pero el quinto murió cuando tenía trece meses.


A pesar de esta prueba, mi papá como hombre responsable, un día pensó en tener gallos de riña y entrenarlos para las fiestas de los pueblos aledaños, ya que la familia estaba establecida en muchos de ellos. Consiguió dos hermosos ejemplares: Alazán y el Pinto. Alazán era blanco con pintas amarillas y tenía garbo para caminar, Pinto también muy hermoso, era negro con cobres sobresalientes como amarillo oro.


Los dos eran entrenados cada ocho días. Así, cuando se estableció la Feria de Manizales por primera vez, mi padre se dio cuenta de que iban a hacer riñas de gallos y, como ya tenía entrenados los dos animales, decidió asistir a la feria.


Cómo se iluminó su rostro cuando llegó con Alazán como triunfador: había ganado la pelea. Estaba emocionado contándole a mi mamá y entregándole el dinero que quería ahorrar para comprarle la casita a Rodolfito, el primo de mi mamá, por un monto de sesenta mil pesos. Mi mamá le sonreía con felicidad, porque hablarle de casa propia era como subirla al cielo y volverla a bajar.


Entre sueños, anécdotas y narraciones, pasaron dos días de fiesta para la pareja. ¡Qué felicidad! ¡Alazán ganó, ganó mijita! ¡Hay que cuidar mucho al gallito! Y más que nunca, porque este campeón le había dado tanto gozo, el premio que mi papá le dio fue hacerle unos protectores de cuero para sus espuelas, y también le preparó un puré de huevo tibio duro con tostadas y chocolate con canela.


Mientras mi mamá iba a lavar la ropa que mi papá había llevado a la feria, se encontró en la camisa unas manchas rojo carmesí y cierto olorcito a perfume de pobres llamado “Tabú”. Ella, indignada, le presentó a mi padre la camisa, a la que asignó de inmediato, infidelidad, traición, engaño: “Cuál Alazán te ganó, yo diría que Alazana”; y entre sollozos, rabia y despecho le arrojó la camisa mojada, y como loca corrió al lugar donde estaba Alazán. Lo cogió, y con pita y todo lo tiró a la letrina. Ahí se oía aletear el pobre gallo y con canto destemplado decir: “quiquiriquí, sácame de aquí”. Cuando mi papá vio aquello, tomó la linterna y haciendo de un costal un saco salvavidas, lo tiró a la letrina, desesperado, hasta que después de una hora de lucha sacó al gallo con las plumas untadas de aquellas cosas tan feas que el pobre cambió de aspecto, color, olor y sabor.


Con la misma paciencia del rescate, Alazán fue amarrado a un poste donde le dieron un fuerte baño. Al verlo tan desfigurado, mi papá empezó a gemir como un niño y mirándolo con profunda tristeza, le decía: “No te mató tu enemigo, para que te premiaran con esta tempestad de rila” Alazán sobrevivió a este suceso. Quizás pensaría mi padre, cómo es la vida de triste, que compuso esta canción: “Qué tristes son las tristezas, que amargas las amarguras, y qué negras las negruras, más valiera morirse uno”. No le rimó, pero sí expresó el dolor de una mujer celosa que dejó de hablarle como castigo. Hasta que se confesó, y el señor cura la amonestó diciendo: “Hasta que no te reconciliés con tu esposo, no te puedo absolver”.


Como el señor párroco era tan amigo de mi papá, lo invitó a tomar tinto y le contó que ya le había tirado una amonestación a mi mamá con el tema de la reconciliación. Pachito no despreció la oportunidad, y el domingo en el café de Abigaíl invitó a unos cuantos amigos y después de que se emborrachó, contrató a Joselito para llevarle una serenata con el tema de los Panchos, “Nuestro Amor”. Esto le ablandó el corazón y no se sabe cuánto dialogaron para ponerse en paz. Supimos que estaban de nuevo juntos cuando salió donde Emilita a pedir unos limones para llevarle a mi papá un vaso de agua con Alka-Seltzer, pócima especial para el guayabo. De regreso, cuando volvió con los limones, mirando la estaca donde estaba Alazán, le dijo: “Agradéceme, desgraciado, que no te hice en sancocho porque ganaste esa pelea en la Feria…” Alazán respondió con un chillido, más que con un canto de gallo fino. Lo cierto es que, desde aquel día, jamás hubo para los gallos un alguito especial.


Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.






 
 
 

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